El mezcal, esa bebida que alguna vez fue símbolo de resistencia cultural y autenticidad, atraviesa hoy uno de sus momentos más críticos. Todos sabemos de los ciclos de La Maguey: nos enseñaron nuestros ancestros que se debe a la luna y se alimenta de la energía del sol. También sabemos que es nuestro deber cuidarla, porque al cosecharla se le da muerte. Pero lo que se está viviendo se asemeja más a una de esas crudas infernales por emborracharse con una bebida adulterada.
Durante la pandemia vivió una bonanza inesperada. El encierro nos hizo beber más, buscar nuevas experiencias y, sobre todo, identificarnos con algo diferente. El mezcal estaba ahí, ancestral y novedoso a la vez, cargado de historias, tradiciones y un aura de descubrimiento. Muchos lo probaron por primera vez, algunos lo adoptaron como bebida de culto, y las marcas encontraron un mercado en expansión.
Ese auge, sin embargo, no se sostuvo. Lo que parecía un crecimiento sostenido resultó ser, en retrospectiva, un momento efímero de euforia, con una caída acumulada de casi 2,803,000 litros entre 2022 y 2024, pasando de 14,165,505 litros a 11,362,436 litros.
Más allá de la metáfora de la resaca, hoy enfrentamos una distorsión estructural: los precios del agave en el mezcal no responden a la lógica de esta categoría, sino que siguen los ciclos del tequila, cuya producción alcanzó 495.8 millones de litros en 2024 de acuerdo a las cifras del CRT. Cada sobreproducción en Jalisco genera un efecto en Oaxaca; cada caída de precio allá devalúa también aquí. Es una co-dependencia que no debería existir, porque el mezcal no comparte ni los volúmenes ni las dinámicas industriales del tequila. Y, sin embargo, la categoría ha quedado atrapada en ese vaivén artificial que, lejos de reflejar sus fortalezas, la debilita. El reto es evidente: romper esa co-dependencia y construir un camino propio, basado en la diversidad de agaves, en modelos de producción sostenibles y en un posicionamiento diferenciado en el mercado global.
Un primer signo de esta fragilidad es la enorme concentración del mercado. Según cifras del IMPI, existen alrededor de 6,000 marcas de mezcal registradas, aunque se estima que solo 900 cuentan con certificación oficial. Sin embargo, unas pocas —principalmente aquellas adquiridas por grandes transnacionales— concentran la mayor parte las ventas (IMPI / COMERCAM). La abundancia de nombres en el mercado no refleja una verdadera abundancia de oportunidades. En casi todos los casos, los productores originales de esos mezcales quedaron fuera de los beneficios de las ventas millonarias, limitados a la continuidad de sus contratos de producción bajo condiciones renovadas. Mientras tanto, cientos de pequeños y medianos proyectos compiten por una rebanada del pastel más bien minoritaria y sin la infraestructura de distribución. .
A esto se suma la excesiva dependencia del mercado estadounidense. Cuando el consumo en ese país se contrae, el impacto en México se siente con fuerza. La fragilidad de depender de un solo destino evidencia la necesidad de seguir el ejemplo de algunas marcas que han logrado diversificarse hacia Europa, Asia o mercados emergentes.
Existe además una contradicción aún sin resolver: ¿Por qué uno de los productos más emblemáticos de México no ha logrado consolidar un mercado interno más robusto? La política fiscal vigente —que grava al mezcal con un IEPS de 53%, más un 16% de IVA, en igualdad de condiciones con bebidas alcohólicas de producción industrial masiva o incluso importadas— termina por inhibir su consumo nacional.
Este debería ser el momento de retomar y cabildear la discusión sobre esquemas compensatorios, como excepciones fiscales vinculadas al precio del agave, que permitan proteger a los productores artesanales y, al mismo tiempo, fortalecer un mercado doméstico que tiene un mayor potencial de crecimiento y consolidación.
La caída del precio del agave espadín, que hoy ronda un peso por kilo en Oaxaca, ha restado valor a toda la categoría y puesto en evidencia que, aunque esta variedad sostiene el mayor volumen, por sí sola no garantiza estabilidad. Cuando el espadín se abarata, todo el mezcal se devalúa. Con esto se revela algo fundamental: la biodiversidad es la verdadera palanca de valor. Apostar por consolidar al mezcal como un producto de especialidad puede beneficiar no solo a los cientos de productores, sino también al futuro de las grandes marcas, diferenciándonos claramente del tequila.
El otro gran riesgo es la pérdida de diversidad. El valor del mezcal está en su riqueza biológica y cultural: entre 30 y 50 especies de agave que, además de sus diferencias botánicas, aportan procesos, territorios, aromas, sabores y formas de maduración únicos. Sin embargo, más del 80% de la producción sigue centrada en el espadín. Esta concentración amenaza con borrar la riqueza que hace único al mezcal y empuja a la categoría hacia la estandarización. El verdadero dilema es si queremos un mezcal estandarizado y de gran escala, o un destilado cultural con valor diferencial en el mercado global.
No podemos ignorar tampoco el costo ambiental de esta industria. Las vinazas, subproducto líquido de la destilación, contaminan ríos y suelos en comunidades productoras. No hay soluciones generalizadas ni efectivas para su tratamiento, lo que deja una contradicción peligrosa: se habla de respeto a la tierra y de herencia cultural, pero en muchos lugares la producción está dañando los ecosistemas que la sostienen. El futuro del mezcal no puede desligarse del futuro del territorio.
Frente a este panorama, el papel de las nuevas generaciones se vuelve decisivo. Si el mezcal quiere asegurar su permanencia, debe dar espacio a que los nuevos talentos y generaciones de productores de agave y mezcal aporten su visión y su conocimiento, renovando prácticas y asegurando continuidad en el oficio. Al mismo tiempo, las nuevas generaciones en el mercado marcan el rumbo del consumo: no se dejan seducir por campañas vacías, exigen autenticidad, transparencia y conexión con las personas detrás de cada botella. Entre ambos actores hay un puente que debe construirse: la conexión entre quienes producen y quienes consumen puede garantizar no solo la permanencia del mezcal, sino también la autenticidad de su cultura. Las marcas que logren tender ese puente y comunicarlo con autenticidad podrán convertirse en referentes de conexión y confianza.
La exploración es otro rasgo central de este consumo. A diferencia de generaciones anteriores, que se casaban con una bebida, los nuevos consumidores buscan probar y descubrir. El mezcal tiene aquí un patrimonio invaluable en su diversidad de agaves y procesos, que aún no se ha convertido en una estrategia consolidada de posicionamiento. Y no se puede olvidar que la vida social hoy ocurre en gran parte en el mundo digital. Las redes sociales son la nueva plaza pública: allí no solo se muestran botellas, sino que se comparten experiencias.
A todo esto se suma una tendencia clara: beber menos, pero beber mejor. El consumo consciente y premium favorece al mezcal artesanal, que no se entiende como un trago desechable, sino como una experiencia cultural que merece tiempo, respeto y ritualidad.
Aquí conviene recordar algo fundamental: en el mezcal, como en cualquier industria cultural y agrícola, el menor de los retos merece máxima atención, porque aquello que hoy parece secundario puede mañana convertirse en el mayor de los desafíos. Si no atendemos con seriedad los impactos ambientales, la diversidad de especies o la fragilidad del mercado, la categoría entera quedará expuesta.
Existen soluciones viables para todo esto; sin embargo, es indispensable actuar de manera coordinada y colectiva, integrando de forma ordenada y coherente a los stakeholders, escuchando su voz y haciéndolos partícipes de las soluciones posibles. Los foros deben trascender lo local y comprender las particularidades de lo territorial en un contexto internacional. Hoy, las denominaciones de origen funcionan más como una camisa de fuerza, mientras que el trampolín puede ser el desarrollo de delimitaciones geográficas más específicas. Es el momento de que el mezcal abandere este cambio, permitiendo que los mezcales de diferentes territorios desarrollen su propia especialidad, reconocimiento e identidad, fortaleciendo la diversidad cultural y económica del sector. Solo una mentalidad de largo plazo puede otorgarnos claridad; es necesario superar el corto plazo y las dinámicas políticas pasajeras.
El agave, más antiguo que el maíz en la cosmovisión ancestral, es sin duda el elemento patrimonial más importante de nuestro país, pues México es su centro de origen, reproducción y distribución. Lo que está en juego no es solo la consolidación de una categoría estratégica para México, sino también nuestra capacidad de dialogar y construir políticas públicas que impacten a muchas personas, en especial a las más vulnerables, quienes han resguardado el agave y las tradiciones del mezcal como un oficio único y ancestral. Este desafío recae tanto en el ámbito público como en el privado. Solo así evitaremos que la categoría caiga en un callejón sin salida y, en cambio, podremos transformar la crisis en una oportunidad para consolidar al mezcal como un destilado cultural y premium, con un futuro sólido en México y en el mundo.
El futuro del mezcal no está necesariamente en competir con el tequila en volumen, sino en defender lo que lo hace único: su diversidad de agaves, su raíz cultural, su sostenibilidad y su autenticidad. El riesgo de no decidir a tiempo es quedar atrapados en la peor de las posiciones: sin la escala para competir como commodity, pero perdiendo la autenticidad que lo diferenciaba.
El mezcal es, sin duda, una de las expresiones sincréticas más puras de La Maguey. Se bebe en moderación para celebrar, y también ha sido usado sabiamente para curar, lo físico y lo espiritual. Con mezcal se honra el nacimiento, se acompaña la muerte y se reconoce la vida en todas sus etapas. Es, en esencia, una bebida de unificación y de paz, que nos recuerda que las transiciones —por difíciles que sean— también son motivo de encuentro y reconciliación.
Hoy el mezcal necesita detenerse, respirar y replantear su camino. No se trata solo de cifras o de mercados, sino de definir valores fundamentales: autenticidad, compromiso con la calidad, inclusión económica, respeto al territorio y reconocimiento cultural. Es momento de decidir si queremos hacer un ejercicio colectivo, capaz de articular intereses y construir consensos, o si seguiremos promoviendo únicamente esquemas individuales que fragmentan más de lo que unen. Lo que hoy es crisis puede convertirse en colapso, pero también puede ser la oportunidad para sentar las bases de un futuro más sólido. El tiempo apremia: si no actuamos pronto, mañana puede ser demasiado tarde.
Leave a Comment